Para Ti - Parte VI



VI

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Darya tuvo que rodear la cuadra completa para cerciorarse de que las ruinas frente a las cuales estaba eran el lugar exacto que había visitado el día anterior. La librería de los hermanos Brock se había extinguido con una violencia que aún se respiraba en el ambiente; se percibía un aroma a desolación e intenciones siniestras. El edificio había sido destruido por un incendio… por un fuego provocado. Era inevitable pensarlo.

Se estremeció, sorprendida porque no había un solo señalamiento que delimitara la zona afectada, ni un inconfundible bullicio de hombres hurgando entre los materiales en busca de sobrevivientes. “¡Sobrevivientes!” pensó, recordando a los gemelos que le habían atendido. 

El cristal de la puerta estaba destruido, y se dio la libertad de entrar a echar un vistazo, sosteniendo con su brazo izquierdo el libro azul celeste. En ese acercamiento, distinguió los palpitantes rescoldos de los últimos libros. Las estanterías, que eran de madera, estaban completamente carbonizadas, como si se hubiera concentrado un soplete gigante sobre ellas.

Al fondo, vio la espiral derribada de la escalera de herrería, cubierta por una gruesa capa de ceniza y concreto. El mostrador estaba reducido a tablas ennegrecidas y desordenadas. Esperaba notar en el entorno alguna señal desesperada de alguien pidiendo auxilio, pero era evidente que si hubo alguna labor de rescate, ésta había sucedido muchas horas antes. Sólo quedaban el silencio imperante y la inquietud grisácea.

No se había dado cuenta de que se aferraba al libro más de lo usual, casi arrugándolo.

“Ya es momento de dejarte ir” pensó ella, con mirada dispersa. Las manos le temblaron cuando lo sujetó frente a si, tan magnético y hechizante, pero fue más fuerte su decisión de no perder la cordura en medio de todos esos encantos hechos de tinta.

Lo arrojó con todas sus fuerzas, con un audible gemido de esfuerzo, para clavarlo entre los escombros, y con la esperanza de una vida más madura y serena. Se abrió camino entre las crepitantes ruinas, y salió con renovado aliento a la oficina, enjugándose las lágrimas inevitables… lágrimas de liberación.

A un par de cuadras de su destino, mientras esperaba la señal de cruce del semáforo, el teléfono móvil recibió notificaciones de un cliente. Varias ventas le esperaban. Entusiasmada, apretó el paso para comenzar el día con la mente ocupada, progresando de nuevo y con una mentalidad fresca. No podía esperar a atender sus asuntos de siempre y refugiarse en la rutina.





Fue la segunda en llegar. Ya había un suculento olor a café en el recinto. Karen, una emprendedora de treinta años que comercializaba accesorios para Dama y Caballero, le saludó alzando su taza caliente. Darya correspondió con una sonrisa, y después de servirse la propia ración de infusión, entró en su cubículo, el más ordenado de todos. 

Tenía una pequeña maceta con un bonsái en una esquina, notas adhesivas con anotaciones sobre los pedidos por atender, hojas tamaño carta con citas célebres de Jane Austen, como: “He sido un ser egoísta toda mi vida, en práctica, aunque no en principios”.

Y en medio de todo, yacía su ordenador portátil. Terminando de revisar las notificaciones de las redes sociales y de hacer las publicaciones requeridas para actualizar sus páginas de ventas, descubrió que un par de clientes interesantes habían llegado a la bandeja de entrada de su correo electrónico.

Una Escuela de Artes quería proveer a los alumnos principiantes de caballetes de mesa, bastidores de marco delgado y un set básico de colores al óleo. Suspiró con ese júbilo exclusivo del buen porvenir.

Una adolescente estaba a punto de iniciar su propio curso de Automaquillaje y le encargaba un surtido impresionante de sombras, brochas, lápices labiales y pestañas postizas. Haber leído ese mensaje, redactado con tanta ilusión, le inspiró en lo más profundo.

El teléfono de oficina que tenía para su propio cubículo timbró. Primero se asomó a los dígitos negros del identificador de llamadas, para notar un número conocido. Ya con la confianza de que no sería una conversación que le quitaría el tiempo, atendió.

-Buen día, quiero hacer un pedido -dijo una voz masculina que se le hizo familiar.

 -A sus órdenes, dígame –Darya tomó el block de notas adhesivas y un bolígrafo, retirando el tapón de éste con los dientes.

-Quiero adquirir un block para acuarela, de gramaje 300, y un set de Acuarela Profesional Reeves, el más surtido que tenga.

-Perfecto. Por promoción, le puedo agregar un set de diez pinceles con un descuento, y un Godete gratis.

-De acuerdo, póngalo todo en el pedido. Muchas Gracias.

Colgaron y Darya generó el pedido en su computadora. Envió un formato al cliente, y éste de inmediato respondió con la notificación de que el pago se acababa de ejecutar. “Eso fue muy rápido” pensó, y se encogió de hombros.

Se dispuso, entonces, a ir a la bodega para recolectar el material que vendió a la voz masculina. Había sido una buena venta. La Bodega era un cuarto amplio y sin ventanas, sólo con una buena iluminación LED y un extractor de aire en una pared. Ahí se guardaba sobre estanterías el material de las seis mujeres que trabajaban en aquella oficina.

Había en el centro una mesa plástica grande, sobre la cual ellas podían armar los pedidos con calma. Su estantería estaba hasta el fondo, dividida entre material artístico y cosméticos.

“Aquella voz se me hizo conocida, pero no sé de dónde… y el número telefónico, sé que lo he visto en algún lado, ¡estoy muy segura!” pensaba mientras caminaba de la estantería a la mesa.

Tenía una columna de cajas de cartón que podía aprovechar para almacenar los materiales a enviar por paquetería. Aprovecharía una pequeña, que estaba casi balanceándose en la cima. Por impulso, para alcanzarla escaló en la caja de la base, y se dio cuenta de que estaba llena de materiales.

Quitó todas las que estaban encima, haciendo un gran desorden. Cuando quedó despejada la caja del fondo, quiso abrirla, pero estaba sellada aún por parte de proveedor. No estaba inventariada. Darya se llevó una mano a la boca, impresionada por la distracción que debió haber tenido en aquel momento para dejar la caja como estaba, sin haber siquiera revisado la mercancía.

“Esta tarde me quedaré una hora más para acomodar esto” le gustaba tener actividades que le concentraran fuera de los asuntos de su vida, así que asumiría esa tarea sin problema.

Puso los materiales vendidos dentro de la caja tomada, aún intrigada por la voz y los dígitos telefónicos, sin tener al alcance una respuesta o una conexión con alguna memoria.

Cuando estaba lista para entregarla al repartidor para que la hiciera llegar al domicilio, se encontró con sus cinco compañeras al umbral de la Bodega, con una tarta de cumpleaños, que llevaba el número veintisiete. Darya no había recordado que era su propio cumpleaños.

Las cinco mujeres entonaron la canción del feliz cumpleaños y metieron sillas al recinto para disfrutar con ella la tarta, acompañada con café.

Estaba agradecida con ellas por el detalle. Sin embargo, volvió a apagarse la alegría en su interior, cuando comenzaron a charlar sobre sus próximos viajes con sus novios, y vio en el dedo anular de una el anillo de compromiso. Esas sonrisas de todas, los tesoros que más les envidiaba, le hostigaron hasta que no pudo más, y sonrojada corrió al baño, para encerrarse en su desesperación cotidiana, desbordada.

Se metió en un cubículo y se sentó sobre la tapa del retrete, para sollozar, arañándose inquieta la cara, con una violencia que le hizo incluso sangrar los labios. La punzada creciente en el cutis le era indiferente ante la nefasta magnitud de la desdicha que estaba viviendo. Era momento de ser sincera consigo misma: El corazón se le estaba carcomiendo de soledad.

Tomó su teléfono móvil, decidida a llamar a Letizia para pedirle consejo. Y ahí estaba, en el registro de llamadas: el número telefónico que le había parecido familiar. Tenía una llamada del día anterior, precisamente. Era el número de donde le había llamado Marcus. El ahora occiso Marcus, el joven que murió brutalmente asesinado la noche anterior.

Dio un suspiro trémulo, incrédula. Pero dejó de dudar. Ese era el número. La voz… la que hizo el pedido, a la que atendió con amabilidad… no era él… podía tratarse del criminal que lo había asesinado... 






CONTINUARÁ...




Por: Victor C. Frias









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