La última visión de Oliver


Cuando retiré la manta del escuálido cuerpo, noté su mirada de espanto extremo, incesante. Había sido una muerte rápida y terrible, producto de una fuerte impresión. Seguro vio algo: se percibe en la abertura de los ojos, en el iris totalmente expuesto. Le di la espalda para preparar el trabajo y me sobresaltó un ruido súbito.

Me encontré con el cadáver convulso, sus pieles pálidas se agitaban y aplaudían contra el piso del laboratorio, con un vigor que se fue apagando poco a poco, hasta el silencio total. Después de aquellos temblores, que gran susto me clavaron en el pecho, examiné la posición en la que había quedado el cuerpo: boca abajo, con el brazo izquierdo extendido.

Supuse que en sus últimos momentos pretendía una maniobra que todos hacemos: la de girar sobre la cama para alcanzar algo a nuestra derecha. Se había ido proponiéndoselo y sin poder ejecutarla: a tal grado le había paralizado el terror. Con afán de cerrar el caso con información concluyente, llamé a casa de sus padres.

La pareja había cooperado en el proceso funerario con corazones férreos. Aguardé en el auricular hasta que contestó la madre, y le hice una petición: que simulara los movimientos que, según suponía, había hecho Oliver sobre la cama, la noche anterior. La dama accedió y me iba indicando a cada paso, mientras se recostaba y se giraba a la derecha para alcanzar algo con el brazo.

“¿Qué hay ahí, una mesa de noche?” pregunté, y ella confirmó. “¿Y sobre ella?” seguí. La mujer mencionó objetos religiosos y amuletos, y su voz se detuvo en seco.

Esperé paciente, pero al prolongarse el silencio tuve que llamar su atención: “¿Señora…?” dije en tono quedo.

Escuché un gruñido distante y suave, que se repetía, sofocándose en breve cada vez. Después llegó aquel grito atronador, tan espantoso que me separó del teléfono; perturbó el silencio de la noche, escapando del auricular para retumbar sin piedad contra el interior de la funeraria.

Al extinguirse, pude distinguir contra mi oído el sonido de un cuerpo desplomándose sobre la alfombra de aquella habitación. Cuando quise terminar la llamada, supe que el gruñido seguía ahí.





Por: Victor C. Frias


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