Vi a Nathaniel
Se obligó a un caminar sereno
desde su salida del castillo. Después de saludar impasible a la señora
Bradbury, que tomaba el té en los jardines, Lauren el ama de llaves se precipitó
hasta la cabaña de los empleados para empacar sus cosas.
Mientras abría la puerta, sintió
la punzada del horror al seguir viendo en la argolla la llave aparecida, antigua
y oxidada. Las imágenes horrendas se agolparon. Nathaniel… estaba ahí, en el
cuarto maloliente al que la llevó la llave.
No soportó más y vomitó en el
umbral, de la impresión que acababa de tener. Igor el viejo jardinero, que terminaba
su jornada, se apresuró a asistirla, pues se estaba desvaneciendo.
La recostó y le preguntó qué sucedía,
acariciando su rostro pálido. Ella quiso levantarse; el tiempo apremiaba.
Recobró a medias las fuerzas, pero era suficiente para llevarse sus pertenencias.
Igor ofreció a Lauren apoyar su
retirada si le contaba todo; además, confesó sentirse intranquilo desde que
Nathaniel había sido despedido.
Ella se cubrió la cara, en un
sollozo trémulo. Dio un suspiro entrecortado y miró para todos lados, con temor
a ser escuchada. Se enjugó las lágrimas con la manga del uniforme y le entregó
la argolla con llaves al viejo, sosteniéndola por la llave siniestra.
“Conozco cada una; a ciegas,
puedo decir cuál abre cuál puerta. Esta apareció por la mañana en el bolsillo
de mi delantal, adjunta a la argolla. Sólo la señora Bradbury me ha entregado
llaves. Todas menos esa” dijo Lauren.
“¿Y qué puerta abre?”
“La que me ha dicho la verdad.
Nathaniel está... está… está… ¡por Dios!” ella no completó la frase.
“Que no le sorprenda, pero casi
puedo decirle que ya me lo temía… de una forma inexplicable. Había veces que estaba
podando las plantas y me llegaba un indicio de su loción entre las fragancias
florales… como si estuvieran ahí, aun supervisando”
Lauren recordó la noche del incidente.
Una semana antes, durante la cena, la señora Bradbury había tenido un arranque
de soberbia, e insultado su pobreza. Le había dicho que era una fracasada, que
ese destino le aguardaba a quienes no nacían en familia noble.
Y Nathaniel actuó en su defensa. “¿Vas
a creer esas patrañas, Lauren?, que no te quite el tiempo el capricho de quien
no reconoce tu grandeza” ella se sintió reconfortada.
Aunque Nathaniel era el administrador
del castillo, la señora Bradbury sólo chasqueó los dedos para obligar a dos cocineros
a llevárselo para afuera, despedido.
El señor Bradbury, un hombre paciente,
no toleró finalmente la sarta de estupideces que se estaban cometiendo, y
reprendió a la señora, pidiendo a todos que se fueran a dormir.
Igor le reiteró su inquietud, indignado
y convencido de que la señora quiso tener la última palabra.
“Encontré el cuarto guiada por
algo que me puso muy nerviosa. Mis pasos supieron a dónde ir cuando examiné por
primera vez la llave”.
Y la parte más difícil del relato
hizo que empacara aún más rápido. La agitación empezó a invadirla. Igor empezó
a ayudarla.
Una puerta oculta en el almacén
de limpieza, de aparente irrelevancia, llevaba a un estudio secreto. El escritorio
en el centro. Las paredes eran de piedra, y ardía en un rincón una antorcha.
Era difícil respirar ahí; había un picante hedor a putrefacción y humores.
Sin deliberarlo, sus pies la
llevaron frente a una estantería, donde había dos cráneos humanos. Fue inevitable
el impulso de tocar uno de ellos. Lauren lo supo en cuanto su índice se posó
sobre la coraza calcárea. Era el de Nathaniel. Lo más perturbador fue retirar
el dedo y notarlo húmedo de sangre reciente.
Hacia no más de siete días,
dentro de ese cascarón había una mente formulando las palabras alentadoras que
la habían defendido. En esas cuencas había habido una mirada solidaria. Esos dientes
habían triturado una comida sin saber que sería la última.
Y el otro, el señor Bradbury…
Lauren supo que no estaba de viaje, como había comentado la señora días antes.
El ama de llaves tuvo la determinación
para salir cuando empezó a crecer ese murmullo desde detrás de la estantería;
el sonido de alguien que mastica, y que acaba por roer con ansias.
¿A quién alimentaba la señora
Bradbury a cambio de complacer la propia soberbia?
Por: Victor C. Frias
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