La visita del monje
Juraría que sigo escuchando el
tormento de mi hermano, resonando contra el cristal del féretro. Su rostro luce
horrible; los embalsamadores se esforzaron al máximo, pero no pudieron retirar
los negros cabellos, que le cubrieron la cabeza para no desprenderse más… como
si una sombría telaraña lo hubiera confinado hasta asfixiarlo. Su silencio me
llena de espanto, más que de nostalgia.
Por habernos frecuentado en sus
últimos días, y haber sido yo su confidente, la situación de su partida me
hiela la sangre y me satura con incómodas certezas.
Jared se fue de casa demasiado
joven. Quise aconsejarlo para que se moderara en sus decisiones, pero no pude
disuadirlo de dejar la escuela, conseguirse dos trabajos y comenzar a alquilar
aquel departamento. Las presiones a las que se sometió fueron enormes para sus
escasos quince años, pero pudo sostenerse hasta el final.
Aún recuerdo el día en que se
marchó. Se recogió los largos cabellos negros y me abrazó con un carácter
formidable. Él me aceptó, después de cuatro intentos, algunas monedas que había
ahorrado para comprarle algo en su cumpleaños. Tomó su mochila con dos cambios
de ropa y se marchó sin voltear atrás.
Yo, como su hermano mayor,
procuraba llamarlo por las noches. Él me hablaba de sus propinas, de clientes
que le invitaban a comer y curiosos ancianos que halagaban su trabajo. Me
alegraba verlo olvidar las carencias que teníamos en casa, y de las que tanto
se había quejado. Cuando tenía un problema personal, me llamaba para darle mi
apoyo y un consejo. Me lo contaba todo.
La impaciencia y la ambición
fueron los pilares que lo hicieron resistir el cansancio de aquellos días.
Había comenzado a ahorrar con determinación para cumplir sus metas. A pesar de
su progreso, tarde o temprano, y como
era de esperarse, su estabilidad comenzó a tambalearse.
Un fin de semana me envió una
foto de él, ya completamente calvo y sosteniendo el mechón de su cabello. Me
dijo que le había dado un episodio de ansiedad, teniendo como primer impulso
deshacerse de su cabellera. Cuando lo llamé, sólo escuché de él tantos hechos
negativos de nuestra infancia, que me obligué a colgar el teléfono. No pude
tolerar esa estridencia frustrante del pasado. Vivir el momento era lo que nos
quedaba, y aquello no ayudaba en nada.
Una madrugada, ocurrió algo
extraño. Jared me llamó a las 3 en punto, desde las calles. Supe que caminaba
deprisa por la agitación de su voz. Me suplicó que nos encontráramos en una
plaza que estaba a quince minutos de su edificio.
Al llegar, lo encontré sobre una
banca de madera, con las piernas recogidas y abrazadas contra su pecho. Llevaba
la capucha de su chaqueta encima de la calvicie. Sin mirarme, señaló el lugar a
su lado, para que me sentara.
Le pregunté qué pasaba y susurró,
perturbado, que un monje había aparecido en la esquina de su habitación, para
quedarse postrado ante su cama, observándolo y recitando sin cesar palabras que
sonaban antiguas, ominosas.
No pude evitar notarlo: no era la
primera noche que sucedía. No me habría sorprendido que hubiera decidido
soportar tantas veces, hasta que su orgullo alcanzara el límite.
Lo abracé por el hombro, y él recargó
la cabeza. Me imaginaba esa fatiga terrible que estaba sufriendo, la soledad en
la que la enfrentaba. Como lo conocía, en lugar de sugerirle regresar a casa,
le propuse acompañarlo a la suya, y quedarme con él por el resto de la noche.
Asintió, taciturno.
Caminamos por las calles húmedas,
que empezaban a cargarse de una densa neblina. Nuestras siluetas se imprimían y
prolongaban en ella.
Cuando llegamos a la entrada del
complejo, mi teléfono vibró. Estaba recibiendo una llamada.
“Aguarda”, le dije.
Jamás he de olvidar aquella
aberrante sensación, la que tuve cuando miré la pantalla. El identificador de
llamadas decía su nombre: Jared.
Respondí. Escuché su voz,
jadeante y temerosa.
“¡Hermano, no me lo vas a creer,
acabo de ver a un monje frente a mi cama, decía palabras muy raras, creo que se
acaba de ir, necesito hablar con alguien!”
Mis manos quedaron heladas. Las
entrañas se me comprimieron con violencia. Volteé alrededor, en busca de mi
acompañante de los últimos quince minutos. No había nadie.
Con el celular contra el oído, me
dispuse a correr, pero tropecé con algo. Pude distinguir, a pesar del borroso
ambiente, un mechón de cabellos negros sujetándose a mi empeine.
Escuché el grito, emitido desde
la construcción oscura, emergiendo en la bocina de mi teléfono. La llamada se
colgó por cuenta propia.
No sabré por el resto de mi vida cómo
tuve esa noche las agallas para desprenderme de esos cabellos sombríos, húmedos,
con una existencia palpitante, e incorporarme para entrar en el edificio, hacia
el departamento de Jared.
Con la sensación interminable de
que alguien me seguía por las escaleras, llegué. Metí la mano a una maceta que
descansaba afuera, contra la pared del pasillo. Ahí estaba la llave. Me
esperaba. Deliberadamente, la había puesto ahí en el transcurso del día.
Entré con sigilo, y de inmediato
me asomé a su habitación, para encontrarlo profundamente dormido, con sueño
apacible.
“De acuerdo, no pasa nada. Me
preocupo demasiado por él” pensé. Recuperé la respiración como pude. Dejé encendidas
todas las luces posibles, y estuve seguro de que nada más pasaría.
Salí con aire triunfante y dejé
las llaves en la maceta, pero al querer cerrar la puerta, lo vi. Un hombre
calvo me miraba fijamente, de pie en el centro de la sala. Nos percatamos de la
presencia del otro, sin movernos. Sentimos un desafío mutuo, en el silencio más
largo que jamás había pasado.
Así lucía Jared, tal cual. Pero…
maldición, supe que no era él.
Se escuchó otra vez un grito
desgarrador, esta vez inhumano. Vibró como el alarido de una bestia, y la
puerta se cerró contra mi cara, con invisible y estrepitosa fuerza, para no
permitirme entrar más.
Corrí como demente hasta la casa,
y me encerré. Pasaría tres días sin poder dormir, hasta que el cansancio me
dejó abatido.
Mi mente estaba harta de
preguntarse qué sucedía en el departamento de Jared. Sin embargo, después de no
haber sabido nada de él, de no llamarle ni recibir mensajes suyos, llegó la pésima
noticia a colmar mi angustia. Estaba muerto.
“Detective Jeffrey. Me encargo
del caso del joven Jared” aquel hombre delgado, que me superaba en estatura,
mostró su placa y me tendió una mano, la que estreché intimidado.
Me entregó una caja de archivo
con pertenencias de mi hermano. Asentí en agradecimiento.
“Ya revisamos todo, muchacho. Con
tu consentimiento, te haremos algunas preguntas, ¿vale?, habrá café y galletas”
me dijo con una frialdad cómica; no estuve seguro de cómo sentirme.
“Está bien, detective. No entiendo
qué pasó, pero trataré de cooperar” repuse.
“Nosotros tampoco comprendemos
aún, pero, mi joven amigo, en el departamento 304 había algo malo. Muy malo.
Que el cielo se apiade del alma de tu hermano” dijo el señor Jeffrey.
Al ver mi cara de confusión, el
detective metió la mano en la caja de archivo que yo sostenía, para sacar una libreta
desgastada. La abrió ante mis ojos, y vi saturadas las páginas de una frase,
repetida hasta el cansancio:
“Me equivoqué. El monje me
protegía. Creo que ha fallado”.
Por: Victor C. Frías
Espero hayas disfrutado mucho este Relato,
¡Muchas Gracias por Tus Lecturas!
Excelente relato.
ResponderEliminarTe agradezco mucho, ya habrán muchos más Relatos en las semana siguiente, para que sigan pendientes ;). Un saludo.
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