¿Qué hacíamos en las ruinas?


-¿Porqué no han dicho nada?... parece que no hemos llegado a la planta baja –dije a Taylor y Brook, exasperado.

Yo lideraba el camino, a través de las ruinas del Centro Courtney de Enfermedades Mentales. Mis acompañantes, amistades de toda la vida, no habían hablado desde… no lo sé, pero ya llevaban rato que sólo venían detrás de mí, sin cooperar en nuestra búsqueda.

“¿Búsqueda?” pensé.

Había olvidado la razón por la que nos encontrábamos deambulando por ahí, sin una linterna ni abrigos. Sostenía en los brazos una caja de cartón delgada, de la que emanaba un hedor de putrefacción, y escuché un rumor de dípteros agolpándose contra ella.

-¡Una ventana!, vayamos a una ventana –indiqué a quienes me seguían. Asintieron, en sombrío silencio. Les pedí ayuda para sostener uno de mis pies en sus manos, a manera de escalón.

Como pude, asomé la cabeza a través de un barandal reforzado, en lo alto de una habitación acolchada. Era un atardecer, cerca de las seis y media. Un viento gélido soplaba, agitando la maleza en nuestra dirección. Me percaté de la inmundicia, de la profanación de estos terrenos; y de una motocicleta que yacía afuera, ante la escalinata del Centro.

-¡Vamos!, esa motocicleta puede seguir funcionando –sugerí a Taylor y Brook, y comencé a caminar deprisa a lo largo del pasillo.




Una extraña euforia me empezó a invadir, y me dejó de importar si continuaban acompañándome. Según mis cálculos, sólo nos encontrábamos en el segundo piso.

Bajé al piso inferior, y me encontré con Taylor y Brook. Me esperaban.

Recuerdo que jamás me pregunté cómo habían hecho para llegar tan rápido. Sólo acepté su presencia ahí.

No podré olvidar esa desesperación que comenzó a crecer cuando me percaté de que no podía llegar a la planta baja. Una angustia que, de pronto, sentí que ya había vivido por tanto tiempo. Las escaleras parecían eternas, y Taylor y Brook siempre me esperaban al final.

Sólo me quedaba una manera para salir.

Por primera vez, después de innumerables, seguramente… me supliqué a mí mismo permanecer sin olvidarlo. Y al encontrar la primera ventana sin barandal, me lancé al exterior. No me importaba romperme los huesos en la caída.

Para mi fortuna, únicamente me sentí tropezar y rodar por la escalinata, deteniéndome ante la motocicleta. Me percaté de que la llave seguía ahí, y la eché a andar. En el camino, vi la pintura desgastada por la incidencia solar, la corrosión de las partes metálicas.

Supe a dónde debía ir.

Llegué a mi trabajo, para buscar ayuda. Al verme tan delgado, sucio y moribundo, llamaron a la ambulancia.

Nadie de mis conocidos trabajaba ya en la pizzería. Al saber de mí, fueron a la clínica a visitarme de inmediato. Me contaron que llevaba dos años desaparecido, pero que eso no era lo más aterrador.

Terry, mi compañero más cercano, me dijo que aquel día tomé el teléfono sin que hubiera sonado. Que mi mirada era ausente y ojerosa. Que atendí una orden ininteligible… que sólo armé una caja y me la llevé, vacía, para entregarla en aquella dirección, la de las ruinas.

-Esa vez pensamos que era una broma tuya, y que volverías al trabajo tras habernos asustado. Era una leyenda urbana entre los repartidores. Se cree que hay demonios que habitan esas ruinas, y que llaman a hacer un pedido; a veces con voz de hombre, otras con voz de mujer  –dijo Terry.

Yo sólo me preguntaba por qué la caja vacía apestaba tan horrible.   




Por: Víctor C. Frías 



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