Agua de grifo

No volveré a beber agua del grifo. Eso seguro. Le tengo pavor a ese fluido que transita por las tuberías desde aquel incidente.

Cuando vi el pañuelo de mi abuelo flotando dentro del tinaco, me invadió el recuerdo de la inundación, la que debilitó los terrenos del cementerio.

El ebrio enterrador vio que los féretros habían salido a flote, y entre sus ayudantes luchó en la batalla por llevarlos a un sitio elevado. Cuando quisieron restablecerlo todo, se percataron del inconveniente.

Todos estaban vacíos, deteriorados por la tormenta, sin el contenido inerte que pudiera haber sido arrastrado por una corriente.

No podían llegar tan lejos los difuntos putrefactos. Los empleados esperaron a que las lluvias cesaran y buscaron sin éxito los cuerpos por el campo.

Habían sido demasiados. Eso me dijo el enterrador cuando nos llamó por teléfono para informar que el abuelo se había extraviado.



Me intrigó esa sombría frustración del personal del panteón. Quisieron predecir la acumulación de cadáveres en los rincones, instigada por la inercia.

Sepultado en 1996, nuestro viejo lucía aún vigoroso, y en los años posteriores, cuando hablábamos de él a la hora de la cena, parecía incitarnos a una charla incansable, como si escrutar su pasado fuera la tarea.

Las tías y mi madre habían sospechado siempre de cabos sueltos en su vida, de intenciones ominosas en sus viajes a las lejanías rurales. El éxito de sus negocios, sin ir tan lejos en el entramado de incógnitas, dejaba mucho qué pensar. No era un mal comerciante, pero tampoco era brillante.

La plenitud de su salud tras los excesos y accidentes que había sufrido era un factor más alarmante que milagroso. Y su muerte, tan repentina e invisible, que no nos dimos cuenta de que lo habíamos perdido hasta que le brotaron los insectos y el hedor.

Mientras atendía el teléfono, me serví un vaso con agua del grifo, y en el primer trago percibí en mi aliento su humor de anciano, inmerso en una extraña mezcla de gases de descomposición que me quiso provocar el reflejo del vómito.


Fue cuando decidí revisar el tinaco, y darme cuenta de que él no descansaba en paz. Cuando quise advertir a mi familia de que esa agua no era para beberse, ellos ya estaban comentando que tenía un sabor a cuero carbonizado.


Por: Victor C. Frias


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