El caballero antiquísimo


Ya decía yo que me habían tendido una trampa. Me dejó intranquilo la lejanía del castillo, la soledad reinante, el nombre del anfitrión que me dejó esperando hasta la medianoche para abrir la puerta; lo que se contaba sobre él.

De no ser por la ráfaga constante que me helaba el esqueleto, me hubiera quedado afuera, para entregar el Libro empaquetado y despedirme incluso sin mi propina. Me hubiera subido al carruaje para recorrer la noche a mi suerte.

El caballero solitario me invitó a entrar, con ojos oprimentes que evité a toda costa. Sentí la amenaza creciente en la falta de servidumbre... había cortinas de partículas indudablemente centenarias.

No había chimenea que aportara calidez o un suave crepitar para esa quietud sobrecogedora. Sólo estaba yo con él: uno a la defensiva, el otro al acecho.

No hacían eco sus pasos. Se contoneaba envuelto en una capa negra, bañada por el haz de luna.

En mi aviso de retirada, escuché su negativa, y por primera y última vez, lo miré a la cara. Los pómulos anómalos se alzaban en una sonrisa plateada... sonrisa de ávido apetito.






Por: Victor C. Frias



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