A la hora del té



El anciano se detuvo al umbral de la habitación; cargaba la bandeja con las tazas, el agua hervida y los terrones de azúcar. Ya sin miedo, quedó maravillado ante la visión. La encontró sentada y mirando por la ventana, pensativa, como el silente diálogo con su reflejo. Su pose distinguida delataba una respiración difícil; suspiraba a veces.

La blancura de las nieves de fuera hacía más pálidas sus facciones. Como de costumbre, él deseaba que ya no se quedara absorta y desapareciera sin más. Más allá de contemplarla, él quería estar con ella, cruzar miradas, compartir el té y conversar. Pero no se podía; era una habitante de su vivienda desde siempre, que se esfumaba como vapor.

Harto de aquella melancólica indiferencia, el viejo se acercó para llamar su atención. La vio girar la cabeza hacia él, con rapidez inhumana que le sobresaltó. Ese rostro inerte se quedó fijo. El cuerpo fantasmal, ataviado con ropas de antaño, escapó disolviéndose  en el aire del recinto. Ahora restaba la cara suspendida, como una máscara vacía que portaba algún mensaje.

Una forma tan negra que oscureció el cuarto emergió detrás de ella, para formarse la capucha que se tragó esa hermosura femenina. Se alzó hasta una altura que palpaba el techo. La túnica larga y humeante hizo llorar al anciano, por el engaño en el que había caído por tantos años… se despidió de sus sentimientos cuando vio emerger la guadaña entre los pliegues fríos.






Por: Victor C. Frias


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