Los ojos de Emily
El día que la pequeña Emily desapareció, sus amiguitos de la
aldea corrieron aterrados hasta los padres. Les dijeron que se había esfumado
mientras jugaba con ellos. Que Roger tampoco estaba. Que talvez la había
acompañado.
La exhaustiva búsqueda, que no rindió frutos, llevó a la
madre desesperada a llorar por su hijita, a la habitación infantil. Se rodeó
con los juguetes y peluches, impregnados del perfume inocente y de su amor.
No tardó la mujer en percatarse de una compañía extraña, que
sentía con ella en la cama. Había una mirada potente sobre la almohada, que le
dio escalofríos. En medio de la ausencia, una muñeca dirigía sus ojitos hacia
ella.
Tuvo que salir de espaldas para no sentirse perseguida.
Llamó al marido, y entre los dos sellaron con cinta adhesiva aquellos ojos de
plástico pintados que, si bien parecían inertes, les habían inquietado bastante.
“Era una mirada indescriptible. Esa muñeca quería darme una orden que no
comprendí. Llegué al grado de sentir la tiranía de su silencio” dijo la madre
de Emily.
Reunidos en un cobertizo con los otros padres y los niños,
formaban un plan de acción para recuperar a la niña. Entre comentarios,
empezaron a preguntarse quién era Roger. Nadie en la aldea tenía tal nombre.
Interrogaron a los niños que jugaban con Emily antes de su partida; ellos mismos
admitieron que Roger no era más que un personaje imaginario. Que no existía. Lo
complicado era comprender cómo “habían desaparecido” ambos al mismo tiempo.
Mientras discutían frustrados el misterio, comenzaron a
escuchar sonidos de madera, que provenían de un rincón del cobertizo. Sonaba
algo hueco, una caja de madera. Lo que vieron sobre la tapa les causó un
estremecimiento terrible. La muñeca de Emily estaba ahí, golpeando la cabeza
contra las tablas. Había demasiadas herramientas y máquinas alrededor para ver
la caja completa, así que entre todos despejaron el área.
Los golpes se detuvieron cuando los aldeanos la abrieron.
Emily estaba recostada, boca arriba, a punto de sofocarse. Tenía los ojos
cerrados, talvez por el aserrín que pudiera dañárselos. Un brazo le rodeaba el
cuello, lo que dificultaba aún más su respiración. “¡No puede ser, es Roger!”
gritaron los niños al unísono, cuando después de rescatar a la niña sacaron un
cadáver, rígido en la posición posesiva que tenía sujeta a la jovencita.
No fueron todos los secretos oscuros. Emily no pudo abrir
los ojos hasta que los padres quitaran la cinta adhesiva de los de la muñeca.
Esta, según dicen los niños, se la había regalado Roger, que estaba enamorado
de ella.
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