Sueños abismales


Hace dos noches soñé que estaba en el jardín de mi casa. Que no me movía, sólo me miraba en el cristal de la ventana, pálido bajo la luz de la luna. Reconocía mis facciones en la transparencia, con una sombría ausencia de expresión, que me estremeció  tanto que empecé a hacerme preguntas: ¿a qué hora había salido de la cama para quedar ahí, en el fresco silencio nocturno? y ¿porqué no había oído el sonido de las cerraduras abriéndose mientras salía? Sentía el pasto húmedo envolviendo mis pies, y el petricor reciente en el aire, acudiendo a deleitar mi suspiro.

Debía volver, no sin antes echar un vistazo al interior, por impulso. Apoyé una mano en el vidrio y entrecerré los ojos para distinguir las formas oscuras en mi habitación. Ahí estaba mi cuerpo durmiendo, un bulto quieto y despreocupado. Los libros sobre fisicoquímica descansaban sobre el buró, bajo la pantalla de la lámpara. Recuerdo no haber sentido una emoción en particular, hasta que escuché un susurro que provenía de los arbustos, y volví la vista hacia la esquina del jardín, donde crecían las florecillas blancas, y se erguía la sombra imponente del árbol. Por el paso apresurado de algo, las hojas se habían agitado. Desperté de golpe por la mañana, sudando, saturado por un susto que me llevó a refugiarme en la lectura.

Abrí el libro con ayuda del separador, y vi las cuatro líneas rojas, anchas y aun húmedas, sobre la primera página de un capítulo: el de la segunda ley de la termodinámica. Parecían trazadas por dedos humanos, por lo que de inmediato me miré las manos; las encontré limpias. No las había formado yo. Pensativo, agaché la cabeza y ocurrió el descubrimiento inevitable: ahí estaban, impresas en el piso, las siluetas de lodo de mis pies fantasmales. Sí, fantasmales, porque no habían recorrido toda la casa, desde la entrada del jardín hasta el borde de mi cama. No. Provenían directo del marco de la gran ventana, como si la hubieran atravesado, para dar un par de pasos e integrarse, para seguir en la residencia de mi cuerpo.

Como había luz de día, di rienda suelta a mi curiosidad. Me levanté y examiné el cristal que da al jardín. En efecto, mi mano estaba ahí, como marcada por los vapores sutiles del pasto, que incidieron sobre el polvo del ambiente mientras yo me asomaba. Salí al jardín y exploré entre los arbustos para ver si me encontraba con aquello, lo que me había asustado la noche anterior. No tuve éxito, ni más remedio que volver a mis asuntos y esperar a mis horas de sueño. Cuando me dispuse a tomar un baño, me sorprendieron las manchas en mi camiseta y en mi cara: había sangrado por la nariz sin que me diera cuenta.

Durante la tarde, al volver de la escuela, ocurrió algo extraño: giré la manija de la puerta y una fuerza me dejó postrado al umbral de mi casa, paralizado, con la mochila al hombro y con la sensación de que había alguien más que yo. Cuando la sensación se disipó, me propuse buscar en cada rincón al intruso. El último sitio en el que busqué fue mi habitación. Comprobé que estaba completamente solo. Sin embargo, al dejar mis materiales escolares sobre la butaca, lo vi, por el rabillo del ojo. Había alguien caminando por el jardín, ¡lo había atrapado por fin!

Tomé las tijeras de jardinería por si acaso, para defenderme. Salí corriendo por la puerta trasera, preparado para un enfrentamiento, y lancé mi temeroso rugido de guerra. No había nadie. Decepcionado, me puse a mover los arbustos; sólo para cerciorarme.

Jamás podré explicar la sensación que tuve en ese instante. Vi que las hojas habían adquirido una coloración oscura. Las florecillas blancas se habían teñido de rojo, y sus tallos eran negros. El árbol tenía en el tronco torceduras antinaturales, y sus raíces sobresalían en el suelo. Llegó a mi mente un pensamiento inusual: “Este no es mi jardín”. Era idéntico, y estaba detrás de mi casa, pero no era el mío.





Cuando me propuse volver al interior, dando la espalda a ese espacio irreconocible, oí el sonido repetitivo, distante… como si los arbustos respiraran. Después de todo lo que había pasado, no me quedó de otra que ignorarlo y encerrarme.

Anoche pude dormir después de un esfuerzo descomunal; y tuve el mismo sueño. Estaba de pie en el centro del jardín, sin saber qué esperaba. Vi alrededor y todo se encontraba en paz. Sin embargo, cuando quise repetir la experiencia del sueño anterior y asomarme para ver mi habitación, el murmullo de las hojas se hizo presente. Algo estaba a punto de emerger de ahí, de entre las ramas.
Me desplacé como pude en mi forma etérea y entré a la casa, con la intención de volver a la protección física. Sentí, a medio camino, un movimiento en la negrura profunda. Alguien me acompañaba, andaba por la sala. Corrí desesperado. En mi delirio de persecución, quise arrojarme a la cama, para salvarme. La encontré vacía. “¡Mierda, ¿dónde está?!” me pregunté. Mi cuerpo no estaba descansando. Un frío espantoso comenzó a invadirme.

Escuché que se abría la reja del jardín. Una posibilidad de dos: o alguien estaba entrando a la casa, o iba saliendo. Me escondí en el resquicio último del cuarto, entre el escritorio y la ventana. Desde ahí pude verme. Mi cuerpo en ropa de dormir, con un andar espectral y retorcido, se detuvo ante uno de los arbustos. Pasaron largos segundos, como esperando a que algo sucediera. Agachó la cabeza levemente, y creí que había visto algo. Un ente blanco y escuálido se abrió paso entre las ramas; tenía extremidades prolongadas, el torso ancho y con un pelaje negro que crecía y crecía. Las cuencas de sus ojos eran tan negras que se veían vacías.

Se quedaron quietos, mirándose frente a frente, en un encuentro que se percibía acordado, deseado tras una historia inenarrable. El primer sonido que se escuchó lo emitió el ente. Mostró unas fauces monstruosas que se dilataron hasta ser capaces de tragarse mi cuerpo, que permaneció inmóvil, permisivo.

Sigo sin saber qué fue lo que vi. Fue como si el ente lo devorara y posteriormente se amalgamara con él, combinándose hasta ser solo un cuerpo que caminó, con una demora espantosa, de regreso a la habitación. Desde aquí lo he estado observando desde entonces. Lo veo y me da envidia; es como una versión de mí que siempre he querido ser, soberbio e inteligente, con determinación. No deseo volver a habitarme; me siento indigno, tan mediocre que una entidad sobrenatural ha tenido que reemplazarme. Aquí me he quedado, entre mundos, tratando de imaginar qué pudiera estar sucediendo en aquella mente brillante. Él también me observa; lo veo levantarse como cadáver en morgue, voltea la cabeza inexpresiva y se queda viendo hacia esta esquina por horas.   



Por: Víctor C. Frías


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