Vencer al inframundo


Durante la mañana me habían dado el alta. Me encontraba empacando mis pertenencias cuando el anciano Henry despertó, luego de un sueño profundo, inducido por una fuerte carga de sedante. Gemía desesperado, sufría como nadie podía imaginar. Como gesto final, antes de irme y no volver a verlo, me pareció justo acompañarlo y darle consuelo.

Según el otro compañero del cuarto, un hombre de cincuenta y tres años que se había marchado el día anterior, el viejo llevaba meses en esa cama, sin recuperarse. Me decía que las enfermeras le compadecieron al principio, pero no tardaron en hartarse de sus alucinaciones, de sus episodios de clarividencia que resultaban vergonzosos. Que ya nadie hablaba con él para no enfrentarse con algo indeseable.

Acerqué una silla al costado de su lecho, al fondo de la habitación, y le acaricié la cabeza, acomodando la transparencia de sus canas escasas. Su mirada, lejana y pálida, escrutaba el entorno; tenía un afán exagerado de protegerse de un factor maligno, que yo no detectaba más que en su inquietud.

Como un acto inesperado, sujetó mi brazo mientras se trazaba en su mejilla una alarmante herida triple. La garra de un ser inexplicable nos acompañaba. De inmediato, quise alcanzar el botón de emergencia para llamar a las enfermeras, pero Henry me dijo que era inútil… que ya venían por él. Nos envolvió el silencio más estremecedor, ajeno al bullicio ordinario del hospital.

Su última voluntad era ser escuchado, y yo era el indicado para cumplirla. Se incorporó con mi ayuda, y descubrió su espalda, de vértebras salientes y arrugas consolidadas. Abundaban las muestras irrefutables de su cordura: líneas carmesí que, lejos de cicatrizar, seguían manchando la cama y su dignidad. Los médicos no se cansaron de señalar que se las provocaba él mismo.





El anciano me pidió que palpara esos ataques sobrenaturales sobre su piel, ásperos y punzantes. Y cuando mis dedos se posaron en esos bordes sangrantes, llegaron para inundar mi mente las visiones, las imágenes de la habitación repleta de esas criaturas, que rodeaban la cama en espera de su alma. Para mi desgracia, no desaparecieron cuando retiré mi tacto de esa humanidad vulnerada.

Lo percibí abandonando su cuerpo, el cual sostuve en un abrazo de despedida; sentí el terror de su destino, el tormento que se volvía eterno. Su familia iba llegando a la habitación, completa, como por un presagio que les haría coincidir en la puerta. Me vieron en el acto de recostarlo. Quedé cabizbajo en la silla que había puesto para mí.

Desde ese momento admiro la fortaleza de Henry, la entereza con que se había sostenido en la vida sin la comprensión de nadie. Tuve que quedar internado por un tiempo indeterminado, porque he cometido el error de contar a sus familiares lo sucedido. Piensan que me ha dicho las mentiras más terribles, y que me ha convencido.

Conservo para mí mismo una evidencia que me tranquilizará: un símbolo que ha quedado trazado en mi antebrazo, el que sujetó el viejo para decirme que su hora había llegado. Mientras lo contemplo, escucho su murmullo, recitando desde su ubicación insondable las indicaciones para emprender una misión, la de vencer al inframundo.

Una enfermera entra al cuarto a las dos de la madrugada, cerrando la puerta con seguro. Antes de que pudiera pedirle un medicamento para mi insomnio, ella me muestra su antebrazo. Un símbolo parecido al mío brilla ahí.


Por: Víctor C. Frías 


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