Osborne el despiadado



El hospital aparentaba un abandono de lustros, y eran apenas meses de que se había desalojado cada habitación, excepto una.

De podredumbre y solventes, el hedor atacaba sus narices como un millar de aguijones volátiles.

La decadencia era preocupante; seguía pulsando el eco del pánico, el grito producido por lo desconocido, agitando las paredes, ávido por derrumbar esa construcción maldita.

La mancha de los treinta y dos asesinatos seguía difusa, sin nombres culpables, inquietando a los fugitivos que ya sólo querían olvidar y esperar la muerte.

Osborne, a cuya habitación entraron cortando el candado, había sido el paciente sospechoso, por la ridícula razón de ser el que dormía más plácidamente cuando la amenaza era obvia. Nadie hasta entonces sabría porqué.

El recinto era sofocante y nauseabundo; la humedad estaba atrapada, enmoheciendo las partículas en el aire; ventanas y persianas estaban cerradas.

Cuando los filamentos de luz entraron al abrirlas, vieron el cadáver del enfermero, consumido por la fauna carroñera. Tenía el cráneo destrozado, el frontal machacado.

No cupo duda: al quedar encerrado con el paciente enloqueció y se golpeó la cabeza contra la pared hasta matarse.

Lo asumieron al ver a Osborne, sentado sobre la cama, con la espalda recta, silencioso y con la expresión tranquila.





Sus ojos estaban entreabiertos, como ausentes. Tenía sobre la cama, a su lado izquierdo, un Libro.

Les alarmó lo que pasó al querer examinarlo. Era apenas perceptible, pero cuando se acercaban, los ojos se le abrían más, y más. Alejaban las manos y volvía a su estado normal.

Decididos, se acercaron con cautela, para tomar el Libro. Cuando un dedo tocó la pasta de la obra, las manos del paciente se apretaron en el colchón, y su miraba estaba extremadamente abierta, como si un sentimiento le fuera estallando en el interior.

Lo lograron. Se lo llevaron, pero tuvieron que correr desesperadamente. Osborne se levantó, con suavidad siniestra, después de meses de encierro.

Desde sus agrietados y cerrados labios, un alarido bestial se escuchó, extendiéndose hasta cada resquicio del hospital.

Cuando la luz diurna cayó sobre él, se desvaneció. Ahí lo dejaron, a su suerte. El líder del grupo decidió conservar el Libro, para llevar a fondo la investigación en su estudio.

"Bucle de Trances", decía la portada en deterioro. Le entró una curiosidad inmensa, un afán insaciable de internarse en el escrito.

"Esta obra es el primer compendio que habla de las Entidades Acechantes, y de su intervención en nuestro mundo. V. C."

Las dos últimas letras eran la firma de quien había tenido la osadía de recopilar esa información.

"Carajo, en la que te has metido, quienquiera que seas" dijo el líder, en medio de la penumbra.

Una sombra se erguía en la esquina, imponente, acechante.
Antes de sentir la demencia exprimir su psique, él lo supo: Osborne el paciente llevaba más tiempo muerto que internado en ese hospital.



Por: Victor C. Frias


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