Banquete en la cripta


El velador se sintió bendecido al notar cerca ese aroma, acariciando su nariz. Había olvidado su cena en casa, pero se olvidó de la frustración al despertarse su olfato.

Ese olor... era exquisito, y lo siguió como un hilo suculento, como un filamento de spaghetti, cruzando los jardines poblados de lápidas.

Una luz de velas iluminaba una zanja en medio de la noche. Emergía de la cripta, aquella con la escultura del ángel caído.

Un estremecimiento lo detuvo en seco. Una sombra paseaba en el interior. El velador rechazó la idea de que un vagabundo trasnochara dentro: la oscuridad sería más bien un refugio, y no llevaría consigo una comida tan buena.

"De todas excepto esta, por favor" pensaba el hombre, suplicando a la noche que no hubiera peligro. Recordó la historia de la cripta; la del ángel caído.

No había quien visitara aquel recinto subterráneo... por lo menos nadie vivo.

"Pase, caballero, cenemos juntos" dijo una voz gentil, desde el interior.





Con pasos más bien instigados por el vacío de su estómago, entró, y vio a la Dama de vestido rojo, la de belleza intimidante; señalaba para él un asiento.

Sobre la losa estaba todo servido, en platos de oro, con mantel del mismo color que el vestido. Se escuchaba crepitar ese corte formidable, se respiraba la humedad de los frutos, se veía sudar la copa con el vino helado.

"Se va a enfriar" ella lo invitó a tomar lo que quisiera, y obediente el velador se dejó llevar por la textura crujiente, la frescura reconfortante, el disfrute de un hambre insaciable.

Por horas estuvo devorando ese banquete, y no se terminaba. La abundancia seguía cubriendo la losa que hacía de mesa. No se pudo haber dado cuenta de tal anomalía si ella no le ponía el pie en la entrepierna.

"Yo también he estado hambrienta" mencionó la Dama.

Al levantar la vista del plato, el velador vio en la mujer los iris negros dilatados, y sintió el propio muslo atrapado en tres grandes dedos, de garras punzantes.

Salió corriendo de la Cripta, con el sabor más terrible en la boca, tras haber ingerido las larvas convulsas de unas vísceras putrefactas... de la carne que para su horror seguía palpitante.

Al día siguiente se anunció la desaparición del enterrador.



Por: Victor C. Frias



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