Corrosivo
-No voy a ponerle fármacos a mi
hijo, doctor. Dejaría de ser él mismo.
-Señora… sólo le diré que este
niño está deprimido y que tendrá una pubertad insufrible si sigue así. Es
indispensable empezar el tratamiento farmacológico.
El Psiquiatra Armin Foster comprendió
porqué lo había llamado la tía del niño. La madre era necia y arrogante. Recibió
del psicólogo el expediente en la víspera, siendo indicados el lapso de
seguimiento y la necesidad del tratamiento. Todo señalaba el comienzo meses
atrás. Tomó la decisión de ayudar sin saber que se encontraría con uno de los
casos más aterradores en su carrera.
Beth, la hermana de la madre, le
había recibido en casa y se encontraba entre ellos, observando el curso de la
conversación, al acecho de algún indicio de violencia contra el visitante, para
intervenir. Todo era por el sobrino, que necesitaba escapar de un hoyo de
opresión y sobreprotección. Le apenaba la molestia que ese momento representaba
para el Psiquiatra.
-¿Y si me niego?¡Mírelo, yo
siempre le digo que no esté triste, que aquí tiene a su madre, pero no me hace
caso!, ¡lo que pasa es que mi hijo ya no me ama, eso es lo que quiero que
arregle, Doctor!
-No se da la mínima idea de lo
que sucede. ¿Hace cuánto que el pequeño no sale a jugar con sus amigos?
-No lo dejo tener amigos –se
encogió de hombros la mujer.
Armin bufó de exasperación.
-Entonces necesito mostrarle un
poco de esa realidad que se empeña en ignorar, dama.
El hombre salió con rapidez
inusitada, y volvió al cabo de veinte minutos. Puso un frasco ámbar sobre la
mesa y fue a la cocina por un vaso de vidrio. Se percató del silencio forzado
del niño, del semblante sudoroso de la madre. Pero no de la ausencia de Beth.
Llenó el vaso con el líquido
transparente alojado en el frasco, y lo acercó a la mujer. Ella notó
blanquecinos vapores elevándose.
-¿Sabe qué es esto, señora?
–preguntó el profesionista.
-Parece agua
-Se ve inofensiva, ¿cierto?
Imagine que es la depresión de su hijo
-Exacto, ¡No pasa absolutamente
nada!
La señora, desafiante, se acercó
el vaso a la boca para dar un trago, pero antes del contacto, tosió fuertemente
por la irritación con los vapores. Lo devolvió a la mesa.
-Es una solución de Ácido
Clorhídrico. Es como la depresión de su hijo. Inofensivo a la vista. Es cuando
se le ha aproximado que ha comprendido el daño que puede causar.
-¡Pues no es para tanto, ya estoy
como nueva!
En el fondo, no le quedaba más
que sentirse extrañamente disgustado, pues ella fue más allá de lo esperado:
con mirada soberbia, despreocupada, y como acto de burla, metió la mano al vaso
y se empezó a arrojar el líquido sobre los pechos.
En el principio, la comenzó a
atacar una intensa comezón. Luego, un ardor creciente que no la dejaba en paz, debilitando
su piel.
Desesperada, fue al lavamanos.
Con torpeza se fue salpicando el sostén, con una cantidad de agua tan ridícula
que no pudo diluir tanto el ácido. La exotérmica salpicadura enrojeció su
cuerpo. Volvió cubierta con otra prenda, colérica, para encontrarse con Armin,
que estaba al teléfono, convocando al personal de la clínica.
-¡No entiendo por qué sigue
aquí!, ¡Váyase de mi casa! – gritó la mujer, aterrada por la corrosión de su
piel, palpitante.
El hombre, por ser profesional y
no intervenir demasiado, salió, con la escalofriante incertidumbre sobre el
destino del niño. Los vehículos de la clínica llegaron en un par de minutos… lo
suficientemente tarde para descubrirlos: en la bañera, el cadáver grande
abrazando al pequeño.
La madre, horrorizada por la
metáfora del ácido, le arrebató el futuro a su hijo, para que nada le hiciera
daño… y posteriormente, lo acompañó al infierno que ella misma había creado.
Debajo de la cama, yacía el
cuerpo de Beth, agredida fatalmente por lo menos treinta minutos antes.
Por: Victor C. Frias
¡Muchas Gracias por Tus Lecturas!
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