La bombilla

El aliento escapaba de sus pulmones con violencia, y se incorporaba en inhalaciones cada vez más cortas.

Las piernas tensas desgarraban el suelo en esa carrera desesperada; sentía que los viejos zapatos se desmoronaban en el esfuerzo.

Las luces del callejón se iban apagando en efecto dominó, acelerándose y amenazándolo con dejarlo atrás en plena oscuridad.

Al final de ese camino se encontraba la solución para su vida. El hombre de gabardina negra y sombrero alto le había prometido una gran fortuna si lograba llegar a encender la bombilla.

Las condiciones eran no distraerse con lo que apareciera en el trayecto y ser más rápido que las luces que se fueran apagando. La oscuridad total era la derrota.

Y allá estaba la bombilla, aun apagada, como el inverso de un faro al término del naufragio, guiándolo hacia un nuevo destino.

Las apariciones ocurrían a los costados de su camino, como siluetas oscuras que le susurraban las verdades recónditas, las que sólo el sabía. Verdades... las piernas le temblaban.



La penumbra creciente y el murmullo le oprimían la conciencia y entorpecían su desempeño. Como una marea apocalíptica, la negrura lo alcanzaba.

Manos huesudas lo sujetaban desde lo incoloro. Se libró con una explosión instintiva, dándolo todo de sí. Cerró los ojos en la certeza de que llegaría al final. Dejaba que sus músculos hicieran su trabajo.

Ese viento, creado por él en su urgencia por la nueva vida, recogía el calor que emanaba. Cuando sintió que ya no podía más, extendió el brazo en busca de la cadena que encendía la bombilla. Ya debía estar cerca.

Sintió la tela de una gabardina en su mano distante. Abrió los ojos y lo que vio fueron las cuencas vacías bajo el alto sombrero, y una mano tenebrosa sujetando la cadena de la bombilla.

Se encendió, y el indigente jadeante miró la luz, a través de la sudorosa faz. Cayó desfallecido, dejándose llevar. Su corazón recibió la fortuna de la muerte.


En los alrededores, testigos inquietos afirman que se escuchan pisadas fuertes y jadeos desesperados durante la noche. Y que estos se esfuman al amanecer.



Por: Victor C. Frias

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