VHS


Ellos me eligieron; sí… fui el confidente de Gabriel y Patrick para que expresaran, en un último aliento, lo que les había ocurrido. Fueron testigos de un fragmento de la realidad que, al ser tan perturbador e incomprensible, les dejó la mente destrozada.

Ellos eran críticos de cine; aficionados, pero estupendos analistas. Sus ganas de estudiar las obras cinematográficas y escribir sobre ellas eran formidables: dedicaron desvelos y esfuerzo para informarse, asistieron a cursos y conferencias, entrevistaron a directores, actores y estudiantes. Y todo eso, en un principio, estaba bien. 

Se dispusieron a explorar las producciones de bajo presupuesto: contactaron a los talentos emergentes para asistir a las grabaciones; compraron, como pudieron, lotes de películas olvidadas dignas de un análisis. Y todo eso estaba bien. Pero, ¡maldición, tenían qué encontrarse con aquella estúpida cinta!

Cuando regresaron de aquel viaje ya traían ese VHS; lo habían encontrado en una venta de garage y el anciano vendedor no les cobró nada. Pensaron que quizá no tenía ningún valor de cambio para él.
Venía en una caja de plástico negra con postes para encajar los carretes de la cinta. Era notorio que esta pertenecía a la era de transición de los cassettes Betamax a los VHS. 




Consiguieron una videocasetera y se dispusieron a reproducir la cinta. Llevaron a cabo su rutina preliminar, examinando sus condiciones. La cinta estaba devanada por completo en uno de los carretes, lista para comenzar. El cassette tenía en medio una etiqueta amarillenta con la leyenda “Una y otra vez”.

Encendieron el viejo televisor del abuelo de Gabriel y oprimieron el botón “Reproducir”. Comenzó de inmediato; la película no tenía introducción ni nombre de la casa productora. Participaban actores desconocidos, lo cual no era sorprendente. El elenco era reducido, de ocho personas contando a personajes secundarios.

Fue un extraño drama para el que hicieron sustanciosos apuntes. Había inconsistencias muy claras: se mencionaban personajes que, en apariencia, habían tenido una gran repercusión en la historia, pero estos no se presentaban. Eran “influencias ausentes”, por así decirlo. 

Uno de aquellos personajes era un tal Dr. Warwick, de contundentes acciones y gran relevancia, pero sin aparición alguna.

Había cambios de secuencia súbitos y extraños, que dejaban la sensación de necesitar más información de la escena anterior. En fin, la historia era entendible, pero tenía una misteriosa carencia.

La cinta duró cuarenta y cinco minutos. Al expulsarla de la videocasetera, Gabriel y Patrick se percataron de un detalle en la etiqueta: “Una y otra, y otra vez” decía la leyenda. La parte “… y otra…” central había sido añadida en tinta roja.

Más que inquietarles, les estimuló una sombría curiosidad que siempre habían llevado dentro. ¡Carajo, de haber sido yo, me hubiera deshecho de esa cinta a como diera lugar! 

Decidieron rebobinarla y reproducirla de nuevo. Esa vez duró treinta y ocho minutos.

Se percataron de la mención de la señorita Nakamura, una hermosa empresaria japonesa. También de la falta de sus escenas, que habían recién desaparecido. Cuando quisieron asegurarse de que no se trataba de un defecto en la cinta, la expulsaron otra vez.

La leyenda decía “Una y otra, y otra, y otra vez”.

Los críticos aficionados descubrieron un ciclo en esos eventos, y pusieron la cinta varias veces, hasta que sólo quedaron un personaje, una duración de nueve minutos y una larga leyenda “Una y otra, y otra…”

Se preguntaron qué seguía… qué pasaría la siguiente vez que la pusieran a rodar.

Ellos no conocieron en ese momento la gravedad de su insistencia. Omitieron que ciertos recovecos de la existencia no merecían ser descubiertos.

Colocaron el cassette dentro del aparato, y oprimieron “Reproducir”. Una pantalla negra contenía un texto en fuente blanca: “Lo que pudo haber sido es mejor que lo que fue”.

La película empezó. Y contra los términos de lo insoportable, Gabriel y Patrick la vieron hasta el final. Duró dos horas.




Aparecieron todos los escenarios, todas las secuencias, todos los personajes, incluidos el Dr. Warwick y la señorita Nakamura. Pero hubo dos diferencias radicales que alejan a esa película de toda normalidad.

La primera sonó ilógica cuando me la contaron: los personajes eran cadáveres; los cadáveres de los actores que habían visto en las veces anteriores. En un arranque irracional, les preocupó haberlos matado ellos mismos, pero no había sido así. Hubo un significado más siniestro aún para todo lo que sucedió.

La segunda diferencia eran las voces de los personajes. Sonaban guturales, y no emergían de sus bocas. Parecían generadas de manera electrónica.

Lo irónico de todo esto es que la versión de los actores muertos convirtió a la película en una obra maestra… que nunca vio la luz.

Después de una investigación exhaustiva, Gabriel y Patrick descubrieron una verdad que les disgustó demasiado para soportarla el resto de sus vidas.

Treinta años atrás, una familia de productores y actores quiso emprender un proyecto dramático. Habían invertido sus ahorros y energías para que tuviera éxito en la pantalla grande. Sin embargo, fracasaron tantas veces que quedaron en bancarrota, deprimidos y derrotados. Los ocho se suicidaron en secreto, cada quien disfrazado como su personaje en la película.

Se dice que sus cuerpos siguen postrados en el escenario, y sus almas sin encontrar el descanso. Los diálogos de la última parte de la cinta son psicofonías; nadie sabe cómo han sido registradas ahí.


Por: Victor C. Frías

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