Explosión

Mi estornudo violento me despierta, y una densa nube de polvo se agita y vuelve a asentarse. Los ojos me duelen cuando la luz los toca. Me incorporo y empiezo a reconocer el entorno. Las sábanas están ásperas, tiesas, y las partículas brotan en cada roce. 

Estoy en mi casa, hecha un desastre, reducida a escombros. Resoplando y agitando los brazos, ahuyento la cortina de ceniza que me envuelve. Desde aquí percibo el crepitar distante de aquellas ruinas recientes. Al salir, infinidad de objetos se precipitan a gran velocidad. 

Miro al cielo, para atestiguar la lluvia de tabique y concreto amorfos. A través de ese estruendo, escucho el murmullo de un cuerpo de agua agitándose, al sumergirse a toda velocidad aquellos materiales que caían. El agua se dispersa, y recibe mi cuerpo el impacto de una ola ineludible. Quedan charcos abundantes rodeándome. 

Me arrodillo ante uno de ellos, para notar en mi reflejo este rostro con la carne viva, las esferas oculares grandes y expuestas, las fosas nasales filosas, agudas. Se regenera. La revelación de mi identidad es paulatina, hasta que los recuerdos se agolpan en el instante más tormentoso. Todos ellos tuvieron en la pupila el destello de la explosión. 

Me acuerdo de aquellos últimos pensamientos, que expiraron en la ráfaga abominable. ¡No pude hacer nada para salvarlos! Se desarrolla en mi estómago este devastador sentimiento de culpa, rebosante, una amarga impotencia por mi naturaleza inevitable. Mi lamento corrosivo consume la voluntad vital. ¡Soy un monstruo! ¡Quiero morir! ¡Oh, no, otra vez este resplandor fatídico! Mi cuerpo se enciende, para estallar de nuevo.



Por: Victor C. Frias


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