La Gárgola

Siempre he evitado el letargo de los horrores generalizados. Soy un ávido buscador de Evidencias.

Por eso subí la colina rumbo a la mansión gótica. La que el pueblo evadía a toda costa, sin saber porqué desde hacía dos generaciones.

En el camino, me envolvieron las miradas juiciosas de los habitantes que reprobaron mi curiosidad.

Me interceptó un anciano. Sugirió que, por mi bien, volviera sobre mis pasos, y tras su advertencia se desplomó en el último aliento.

Con la misma determinación, llegué para entrar a la mansión a explorar. Vetusta pero interesante construcción. Melancólica antigüedad la de su interior.

En el segundo piso escuché el alarido, agudo y áspero. Provino de una habitación.

Escudriñé entre los muebles, desordené la cama, y descubrí que no había nadie más.

Se escuchó de nuevo, y el oído, por una extraña intuición, me hizo correr las cortinas y abrir la ventana.

Me asomé y escuché un crujir de roca. Me recargué en el borde, y pude contemplarla. Una gárgola, oculta en la cornisa. Casi difuminadas sus formas femeninas. Sólo el rostro destacaba, con colmillos y orejas alargadas. Sus alas membranosas emergían desgastadas.

Nos miramos. Ella puso en mi corazón la súplica por la libertad.

"Es un hechizo" dijo. Pronto desaparecería en la decadente piedra.

"¿Cómo puedo ayudarte?" pregunté.

"Eres un hombre valiente" así me respondió.

"No lo asumo del todo. No se requiere valentía donde no hay que temer" y saqué de mi bolsillo un papel viejo con versos, para sosegarla.

Cuando mi voz entonó el texto, su rostro se aclaró tanto que pude ver los dientes en su sonrisa. Había encontrado una solución.

Desde entonces acudo a recitarle poesía a la quietud marmórea de su soledad, aunque los pies me pesen ya demasiado, y las manos se me hayan quedado inmóviles, rígidas y grises.

Y lo seguiré haciendo, hasta que mi voz quede como partículas de nuestra eternidad.




Por: Victor C. Frias


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